En aquel hostal, tuve todo el tiempo la sensación de que las experiencias malas y buenas, convivían en un mismo recinto, mezcladas y rebeldes, sin distinción. Llegué a Bratislava por la tarde y a la aventura, como en muchos de mis viajes. Simplemente seguí a unas chicas que me cayeron bien, y allí fui a parar. Tenía un frío indescriptible, y no había tiempo para remilgos.
El primer día me recibieron como si fuera una inquilina residente, de esas que acompañan el empapelado amarillento debido al paso de los años, o que cocinan en la habitación en un hornillo a gas. El segundo día, me desapareció una bufanda que adoraba de la habitación que compartía con 10 o 15 personas más. El tercer día, ya cuando me iba, me invitaron a tomar la sopa de ajo tradicional dentro de un pan, característica de la mayoría de los países del Este de Europa en fechas especiales, y a ver el árbol de Navidad, del que llevaban hablando todo el rato, a todas horas.
Aquel árbol, era el orgullo de la casa.
Para mi sorpresa, era un árbol sí, pero de hojas metálicas y espirituoso contenido.