Tampoco había gran cosa en los mercados.
Todo se vendía a los otros.
El pescado, las gambas, los cangrejos, las langostas, el cacao, el café, las habichuelas, el ananá, la carne, y nosotros comíamos plástico.
El agua estaba en plástico.
La leche estaba en plástico.
La harina, en plástico.
El vinagre, en plástico.
El azúcar, en plástico.
La pimienta, en plástico.
Y así se ponía en marcha la maquinaria.
Los niños hambrientos salían a la calle y, cuando el vientre estaba vacío, los oídos ya no escuchaban nada.
Buenos días, delincuencia.
Ken Bugul, La locura y la muerte, trad. Manuel Serrat, Barcelona, El Cobre ediciones, 2003, p.264.
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