Fiesta de las linternas, Shanghái El adiós La sentencia era como esos calcos en que el relieve del amor deja un vacío semejante a sus culpas. Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo. Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro con que habito en la desconocida: era la tierra del castigo. Era la hora en que comienzo a despertar entre los muertos con la evidencia de un anillo roto, un vestido de momia desprendido de las vendas del cielo y un espejo de sal donde puede leerse mi destino. El porvenir no es nada más que mirar hacia atrás. Debajo de esas nubes desgarradas hay una casa en llamas en donde los amantes trasmutaban en oro de eternidad el resplandor de un día, o tomaban las apariencias de ladrones de pájaros aprisionando entre los hilos del ocio las metamorfosis de sus propias imágenes. Hay una luz dorada que hiere hasta las lágrimas; hay un lecho también como una barca invadida por el follaje del deseo -unas hojas carnosas que exhalan el perfume de los más largos viajes-. Y había siempre y nunca como ahora vueltos de pronto boca abajo. Corazón repudiado, animal aterido en uno de los dos costados de tu sangre, ignorabas entonces que tendrías la forma de un retablo de la creación hecho pedazos, que alguna vez la noche del adiós te nombraría en voz muy baja como nombra la soledad a sus testigos, o como llaman aquellos que se van a los que nunca vuelven. Ahora, de espaldas contra el muro que custodia el guardián de todo nacimiento, sólo te quedan las apariciones, el fantasma de un tiempo que gritará contigo en el estanque muerto de algún sueño, cuando él duerme, tan lejos en su adiós. Un soborno de plumas para una ley de fuego. Olga Orozco |
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