¡Tienes que renunciar, que renunciar!
Esa es la sempiterna cantinela
que suena en los oídos de cualquiera,
y que, durante toda nuestra vida,
nos vuelve a cantar, ronca, a todas horas.
Al despertarme, siempre es con espanto;
querría derramar amargas lágrimas Fausto
al ver el día que, en su curso entero,
no me realizará un solo deseo,
y hasta el presagio de una sola dicha
lo destruye con crítica implacable,
estorbando con mil burlas de vida
la creación en mi animado pecho.
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