domingo, 20 de marzo de 2016
Ellos también desean su parte
Podría haber sido rumbo a Suzhou, o hacia cualquier otra ciudad-pueblo de la gran China.
En la estación, el gentío amontonado, como siempre. Los ojos que nos observaban, el olor, el gran olor compuesto de cientos de aromas revueltos. Era el olor resultante de viajes queridos, pero también de los no deseables. De aquellos viajes que se hacen obligadamente cuando la aldea perdida, que ya nadie necesita, se derrumba y se desintegra en el atlas.
Olía a aceite de semillas y a miedo. A mugre no infecta. El tipo de mugre que llega, que no se puede evitar, y que proviene de los cuerpos explotados. Y olía también a carburante y a pasta de arroz con chile blanco. Entonces el niño se acerca. A la parejita bobalicona que viaja se acerca, más bien a la parejita que mueve el cuerpo, lo cambia de sitio. Como el que mueve una ficha de ajedrez.
A mí y a él nos movía la prisa, la prisa que marca la vida por hacer cosas y más cosas. Esa era la mano que nos movía y nos mueve. Más más.
Mas todo tiene su coste. Y el niño pobre, pobrísimo, se acerca, nos mira de arriba a abajo y se ríe, se ríe de mí y de él, con ganas, y luego nos habla.
Que adónde vamos, y que él nos lleva a un lugar mejor, que nos fuéramos con él. Ahora se ríe más fuerte y se acerca demasiado.
-Vigila bien tus cosas, que no me fío ni un pelo de este.
Y se queda, se queda ahí mirándonos. Una risa entera atravesada por los dolores más abyectos. Cartoncitos en sus manos, que podrían ser billetes, cromos de un viejo álbum que jamás tendría, o entradas al reino de la igualdad. Los apreta con fuerza con aquellas manos pequeñas, morenas y paspadas. Quizá por la tiranía que lo hace esperar, esperar lo que sea, mientras la gente se aleja. Nos alejamos.
Entonces pude ver mientras me iba que, de repente, con la brutalidad del que obtiene una respuesta irreversible, el niño había dejado de reírse.
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