martes, 3 de abril de 2018

El atrevimiento de la poliamorosa

Ana Belén Rivero


        Sigue siendo el acto más revolucionario decir en voz alta lo que una piensa....     Rosita



Observó a la madre y a la hija. Quizá fuera la comida reluciente encima de la mesa que provocaba tal desajuste en sus pensamientos.  Quesos y embutidos abundantes para una calurosa noche de verano. Las personas se vuelven otras con la comida. Definitivamente. Más en estos pueblos mediterráneos. Obsesionados con las horas y sus respectivos turnos de engulle. Obsesión que deja la mente y los ojos en blanco cuando de zampar se trata. También los observó a ellos. Al padre y al hijo. El hijo también la miraba de reojo mal disimulado. La ansiedad por hablar y comer a la vez le hacían respirar de tal modo al niño, que la invitada no supo ver si aquello que masticaba eran lonchas y más lonchas de jamón serrano y chorizo, o su propio corazón.

Es como si las ideas fluyeran según el contexto, la cuestión es que a veces simplemente no fluyen, se quedan estancadas -pensó- como el aceite de palma que con el frío, se vuelve pasta espesa.

Pero aquella familia vivía para las ideas.  Entonces nunca llegó a entender por qué fuera de las reuniones políticas, se volvían tan previsibles. Tal compostura la asustaba.  Era como volver al inicio, cien siglos atrás en la rueda de un tiempo que se le presentó de golpe primitivo, en aquellos ojos. En aquellos diversos pares de ojos que la miraban desde la oscuridad total de las cavernas.

Ojos ahora opacos.  No reflejaban la luz irrepetible de cuando intervenían en las reuniones del Partido.

De repente tuvo un miedo inmenso de todo lo doméstico.  Quizá de manera un tanto apresurada, no diré que no, vio que aquellos pequeños ritos cotidianos de pásame el agua y la sal, te quiero mi amor, cómo te fue el día...escondían algo perverso.  Aunque no...perverso no es la palabra.  Quisiera decir un tipo de malignidad muy liviana que nunca llegará a ser perversa, y jamás, jamás, un caramelo envenenado.

Una cierta intimidad poderosa. Tan poderosa, que pudo ver de repente, la desnudez total de la familia. Como si una mano invisible les hubiera quemado la ropa a láser. Fue cuestión de un nanosegundo. Y no podía ser otra mano que la de la intimidad. Que nos vuelve nosotras mismas, sin máscaras. Sin más excusas que lo que somos realmente.

Cuando le ofrecieron el salmorejo, miró para otro lado...

Ay, hasta diría que parecía un cuenco de sangre coagulada aquello.

-¿Pero, y a ti qué te pasa ahora Marisa? ¿Te sientes bien?

-Pues tú te lo pierdes maja, que este salmorejo de la abuela está que revive a un muerto.

En momentos así, agradecía no haberse drogado nunca... su hipersensibilidad habría acabado con ella bajo el efecto de las drogas. De cualquier droga.

¿Cómo no ser hipersensible ante la violencia explícita que implicaba afirmar con rotundidad de sabio de la vida, en cierto momento del chute alimenticio, que una cierta señorita jugaba con los hombres solo porque amaba a dos a la vez?

A la hora de la cena, cuando se sueltan esas perlas esmaltadas de verdades. Delante de un hijo que aunque no piense igual, jamás se atreverá a decirlo para no disgustar al padre más progre.

Pero la invitada, que era ella misma, mismísima, en carne y hueso, la poliamorosa de la que estaban hablando, hizo algo que en un momento de calor tan íntimo, resultó ser para la familia, un corte rotundo de digestión. Levantarse de la mesa sin haberse zampado ni una miserable miga, no sin antes soltarles:

Que os aprovechen vuestras contradicciones.



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