sábado, 19 de mayo de 2018

La parda




El restaurante estaba casi vacío. Ubicado en una callejuela ruidosa pero al mismo tiempo, dotada de
la extraña calma china, perenne, casi protectora, que te hace sentir segura incluso en esos momentos donde la ansiedad o el caos se vuelven tan difíciles de controlar.

También estaba oscuro. Él sugirió educada pero firmemente, con aquella voz susurrante que imaginamos en la seda, ir a comer a otro lado.  Pero ella veía misterio en todo, incluso en un local vacío, poco apetecible y sumido en la penumbra. La aventura de descubrir el mejor plato en el lugar menos pensado.

-Dale, que en los restaurantes concurridos que tanto te gustan a ti, andan a lo loco y te traen todo a medio hacer. Eso ocurre ahora con muchas tabernas gallegas, no me lo vayas a negar.  Con tanto turista no dan abasto y ya no son lo que eran. Tú mismo me lo dijiste varias veces. La ventaja de los restaurantes vacíos es que preparan las comidas con más dedicación y no te comes las prisas y los gritos.

-Pero qué dices, no exageres. En Galicia, eso nos pasó solo una vez con una ensalada, que la trajeron sin aderezar. Mira que eres testaruda. Luego, si nos llevamos sorpresas, no me digas nada, que te conozco. Eres capaz de quejarte todo el día por un plato al que le faltaba esto o aquello. Pero, no me fastidies, si aquí no hay nadie... si hasta el camarero nos mira sorprendido, parecemos sapos de otro pozo. Y el otro del fondo durmiendo encima de la mesa... vamos, que esto no me extraña, pero lo que te aseguro es que no tuvieron clientes en todo el día.

Los platos, efectivamente, fueron servidos con la tranquilidad total de quien disfruta el hacerse esperar. Huevos revueltos y poco hechos con tomate fresco, acompañados de un wok de pak choi con ajo para él. En cuanto al delicioso hong zhang rou, fue servido en un aire dulce de ceremonia para ella. Bien glutinoso y crujiente. Su plato preferido. Las miradas de ella y él se cruzaban de tanto en tanto a través de la olla de arroz blanco humeante mientras comían. Ambos camareros, ambos de uñas largas, uno flaco y otro gordo, sonreían silenciosos desde diferentes ángulos de aquel espacio enrarecido. Hasta los sacrificios podrían rendirse ante las miradas de esa pareja cuando estas ejercían sus juegos, que no eran tal en realidad. Iban más allá.  Tanto, tanto más allá... Y sí, los camareros lo sabían, conocían de asuntos eternos, y aquellos momentos impregnados de suspensión, de una suspensión venida por cierto de ese más allá, serán para siempre memorables pese a lo que ocurrió casi a continuación.

Ella levantó la cabeza y la vio, sobre un estante alto de la pared. Él, sentado de espaldas, no la había visto todavía. Pero eso no evitó que se le crisparan los pelos de los brazos al llegarle de repente en única dosis, la previsible sorpresa, pero esta vez aterrada de su novia. Y no necesitó darse vuelta para verla él también. Enorme, tranquila, imponente en su presencia de dueña definitiva del local. Pudo entonces ella observar, que esa extraña suspensión protagonista de aquel ambiente, también se reflejaba en aquellos ojos diminutos y prodigiosamente lúcidos, que coincidieron con los suyos, con la firmeza de un dedo engarzado en el otro. Y que solo por un par de segundos alucinados, imborrables, fueron eléctricos.


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