viernes, 24 de mayo de 2024

Chongming


 Creo que desde la parda, mini cuento publicado únicamente en este blog, hace ya como unos seis años, no seguí con estos textos sobre nuestras andanzas en China.

Es algo en lo que llevo pensando justamente un rato, en cuantas cosas dejé por hacer, y estas historias cortas, son parte de esa mole, de lo interrumpido por una mezcla de vagancia y la dichosa falta de tiempo. Intentemos repararlo de alguna manera. A este relato lo titulé con el nombre de esta pequeña isla que visitamos hace ya trece años, una de las tres islas fluviales en la desembocadura del Yangtsé.  LLegar a la reserva natural de Dongtan en el extremo oriental de Chongming fue toda una odisea, y eso que no está lejos de Shanghái. Creo recordar nos tomamos varios metros, un tren, un autobús, un barco lento hasta la locura, y hasta una bici destartalada que condujo un simpático habitante desde el otro extremo de la isla. Se trata de la mayor isla aluvial en un estuario del mundo. Íbamos cómodamente en los asientos de atrás de aquella bici en ruinas, lo cual no es en absoluto una sorpresa en este país, pero con esa especie de vergüenza contenida que sentimos las pocas veces que nos tomamos este tipo de vehículos, que tanto recuerdan a épocas coloniales. Y no me digan que son como taxis, porque no lo son. Aquel hombre pedaleaba hasta el punto que le oíamos jadear del cansancio. Y eso no pasa con ningún taxista.

Esta es la diferencia clave, la situación de subordinación entre una y otra parte es mucho más palpable, casi diría visceral, y es lo que nos producía rechazo. Pero era eso, o no llegar jamás de los jamases a una reserva de un silencio absoluto, como detenida en el tiempo, hermosa y fantasmal, donde no nos topamos prácticamente con personas, y si aparecía alguna entre la niebla cada tanto, nos preguntábamos poéticamente, si de verdad serían personas o espectros surgidos desde cualquier punto de aquellos raros islotes.

Chongming es una isla extraña, donde los arrozales flotan literalmente en capas de lodo y agua y que parecen carecer de profundidad, de casi el mismo tono que ese cielo siempre gris, y la bruma húmeda, y las gotas de lluvia perezosas siempre de tomar cuerpo, refrescan y acompañan de una manera que no se repite en otro lugar; puede parecerse, pero no se repite. Pasamos todo el día allí, pero a diferencia de otros relatos sobre nuestras vidas que llevo publicando con una fidelidad pasmosa desde hace ya más de una década en este medio que algunos  consideran obsoleto, hoy no quise encontrar la mejor foto para mi cuento.

Lo que hice fue encontrar en la foto un detalle que se me hubiera pasado completamente por alto a lo largo de los años y adaptarlo al relato, y hay tantos detalles, ¡les aseguro que hay tantos! Vivimos con tanta ansia que sacamos las fotos para luego no atrevernos a contemplarlas. Porque mirar sí que miramos, pero ya no contemplamos como lo hacíamos. Si es que en verdad lo hicimos alguna vez. Y de repente los vi, hace un ratito, dispersos los tres mosqueteros en la base de un cielo con el que osan competir en color. 

Sí, los vi.

Los están viendo ustedes también, o los verán en breve si ponen atención en la base del cielo. Y me produjo un no sé qué en el estómago. Porque su presencia es eso, un total corte de digestión en un entorno que podría ser el mejor hábitat para cualquier película de terror de calidad oriental.

Claro que en China precisamente, no debería ser una incongruencia encontrarse con ellos, pero siempre nos amparamos en la ilusión, incluso en las peores circunstancias. Sin embargo, no recuerdo haberlos visto en aquella excursión de un día o dos a lo sumo, contando la noche que pasamos allí. Y ahora que los veo, plantados como si nada, en un terreno sagrado al que nunca pertenecerán, invasores parásitos como todos lo invasores, entiendo cómo empiezan las plagas. Primero con disimulo, hasta terminar conquistando el mundo.

Pero estos tres mosqueteros, que conste, ni ellos ni los millones que ahora nos rodean por doquier, no adquirirán nunca ni el color blanco diamantino, ni la compañía invisible y cálida, ni la presencia etérea entre dos o más mundos del fantasma.


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