Vigo |
Como en "La doble vida de Verónica", soñaba con que un día apareciera su alter ego de la forma más inesperada.
A la vuelta de una esquina, de noche, en una callejuela estrecha y fétida o en el café Majestic, quién sabe. En la sala de espera de un pringoso masaje, o de un tratamiento arriesgado para calmar la picadura intensa de la piel, por ejemplo. En una frutería pakistaní o en el cementerio.
En su obsesivo nomadismo, nunca tuvo tiempo para disfrutar completa y tranquilamente, de los pequeños cambios que la rodeaban. El crecimiento algo torpe e ineludible de su vecino adolescente, las humedades fundiéndose, furtivas pero decididas en las ropas de su apolillado armario cuando llegaba el frío. Intentaba respirar, y no recibir ese oxígeno denso, opresor, como un bloque de sulfuro sólido, pues no sabía qué hacer con él.
Intentaba también masticar el alimento y no engullir como si fuera una famélica. Pero la próxima ruta no entiende de esperas, ni del exquisito arte de contemplar durante horas las musarañas.
El destino, el próximo destino apremia y seduce, con su alfombra digital de ofertas a cual más apetitosa y conveniente. No estaba dispuesta a dar su brazo a torcer, ni a dejarse llevar por la acechante y provocadora rutina.
Algún día la encontraría. En Berlín, en Montañita o en Managua. Muerta o viva, en hueso y carne, pero aquí, de este lado del espejo.
Llegaría el momento de encontrarla... de encontrarse.
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