lunes, 12 de octubre de 2015

Correr, correr



Y entonces comprendes también la mueca de tus amigos que han emigrado, que vuelven de Milán o de Padua y no saben en qué te has convertido.
Te miran de arriba abajo para tratar de calcular tu peso específico e intuir si eres un chiachiello, una calamidad, o un bbuono, un hombre de recursos.  Un fracaso o un camorrista.  Y ante la bifurcación de los caminos, sabes cuál estás recorriendo y no ves nada bueno al final del recorrido.

Volví a casa, pero fui incapaz de estarme quieto.  Bajé y me puse a correr, deprisa, cada vez más deprisa, las rodillas se torcían, los talones golpeteaban los glúteos, los brazos parecían descoyuntados y se agitaban como los de una marioneta.  Correr, correr, seguir corriendo.  El corazón se desbocaba, en la boca la saliva anegaba la lengua e inundaba los dientes.  Notaba que la sangre hinchaba la carótida, reposaba en el pecho; estaba sin aliento, aspiré por la nariz todo el aire posible y lo expulsé inmediatamente como un toro.  Eché de nuevo a correr, con los ojos cerrados, con la sensación de tener las manos heladas y la cara ardiendo.  Me parecía que toda aquella sangre vista en el suelo, perdida como un grifo pasado de rosca, la había recuperado yo, la sentía en mi cuerpo.

Por fin llegué al mar.  Salté a las rocas, la oscuridad estaba impregnada de neblina, no se veían ni los faros de las embarcaciones que navegan por el golfo.  El mar se encrespaba, empezaron a levantarse algunas olas, parecían no querer tocar el cieno del rompiente, pero tampoco volvían al remolino lejano de alta mar.  Permanecen inmóviles en el vaivén del agua, resisten obstinadas en una imposible fijeza agarrándose a su cresta de espuma. Paradas, sin saber dónde el mar todavía es mar...



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