martes, 8 de febrero de 2022

Señorita epilepsia

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No le temo a mi cuerpo, con todas sus puertitas blandas secretas, sus ventanas redondas con relieve y caminos múltiples donde las células de nácar son diosas. Sus olores y ruidos más profundos, fetales, que preceden a este presente en balsa. En el cerebro, no atesoro solo sueños. Hay vida salvaje y de infinitos tipos ahí. De otros tiempos y dimensiones que fueron y que serán. Cuando recuerdo momentos. Una vez cada momento, nada más. Son tantos, tantos... que no hay posibilidad para el repeat.

El inicio y el fin condensados en una deliciosa gota de sangre. El tiempo absoluto de la vida en un cabello. Y así todo. Lo indescriptible, la locura de lo minúsculo, la clave.

Como el gran volcán, tampoco le temo al temblor animal que me es. Viene, se va, y vuelvo a nacer luego de un largo hipo condensado de muerte. Un hilo invisible me ata al barro, a lo verde, al trueno eterno del sol. Para siempre, mientras mis tentáculos se aferran a la madre máquina.

Nazco y muero, para luego volver a nacer y a morir. Mi cuerpo de polvo por lo tanto, ahora es sólido. Y sigo, y caigo, y me levanto, y hago sufrir y me lastiman. Lloro, grito la piel impávida de mi violencia. Y también pienso, cuando la rutina me castiga con su monotonía extenuante, con el día a día humano, que ya basta, que no tiene sentido nada de esto, que ni la fuerza que me crece que es mi agua lo tiene. ¿Para qué? ¿Por qué?

Pero hay algo más. Como un retoño de intento, de impulso, que se niega a salir. 

No le temo a mi cuerpo que es puro mar, ni a mi mente que es universal.  Te temo a ti.


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